Si Marguerite Yourcenar
identificaba en "Opus nigrum" la búsqueda de conocimiento con un tipo
humano -el viajero que se mueve hacia dentro y hacia fuera, aquel homo
viator-, la poesía japonesa ofrece con Matsúo Basho (1644-1694)
un ejemplo paralelo y acaso más consciente de la necesidad de echarse al camino
para convertirse plenamente en lo que uno es. "Sendas de Oku"
(Atalanta, edición y traducción de Octavio Paz y Eikichi Hayashiya) es el
diario de viaje del poeta, en verso y en prosa, y en el que el arte del retiro
del mundo se convierte en una lección de desprendimiento, pues quien no se
desprende no puede recibir.
El libro cuenta los seis primeros
meses de un periplo que duró dos años y medio, cuyo destino eran las regiones
del norte de Japón, en el que Basho estuvo acompañado por otro poeta, Sora. El
viaje, el penúltimo de Basho antes de emprender el que le llevó a Nara y Osaka,
donde murió, pretendía ser una iniciación y una peregrinación espiritual,
pero también un ejercicio poético: cada uno de los expedicionarios escribe
un diario sembrado de versos y en muchos lugares componen junto a los autores
locales esos poemas colectivos llamados haikai no renga.
El poema clásico japonés,
denominado tanka o waka, está compuesto de cinco versos divididos
en dos estrofas, la primera de tres y la segunda de dos, intercalando
pentasílabos y heptasílabos en una distribución fija. Una sucesión de tankas,
escrita generalmente por varios poetas, da origen al renga. A partir del
siglo XVI, el renga adoptó un tono ocurrente, satírico y coloquial,
frente a la gravedad del lirismo clásico. Y fue esta última modalidad la que se
conoce con el nombre de haikai no renga. Finalmente, cuando esta
estructura se disuelve en grupos de tres versos, la nueva unidad poética
pasa a llamarse haikú, fusión de hakai y de hokku,
nombre este último que se daba al primer poema de la secuencia del haikai.
Pero el haikú, más que una
liberación particular del haikai, es sobre todo un rechazo de la estética
ingeniosa dominante, plena de brillo y de vacuidad, y un regreso a las
fuentes de la experiencia espiritual. El impulsor de esta nueva manera fue
Basho ("No sigo el camino de los antiguos: busco lo que ellos
buscaron"), que junto a Buson, Issa y Shiki, funda el Parnaso de este
movimiento.
Pobreza, simplicidad,
irregularidad, es decir, imitación de la Naturaleza en su modo más sencillo,
son los principios que animan el haikú. No hay rima ni versificación
acentual y únicamente queda la medida silábica como elemento de semejanza con
la poesía occidental de su tiempo (excepto quizá la francesa). El efecto
inspirado es un círculo de silencio y recogimiento en el que las palabras,
escrutadas hasta sus pliegues más ocultos, son la superficie de ese pozo oscuro
del que mana el mundo.
El haikú, a la antigua, busca el
instante poético, la suprema iluminación (Satori) del momento
fugaz a través de una anotación rápida, de una visión que es pura conjetura
y que huye de la elaboración y del juego reflexivo o abstracto. Discípulo de un
maestro zen, Basho desconfía de las vías disciplinarias de la iluminación y
busca con sus peregrinajes la aparición de la plenitud súbita y transeúnte, el
aquí y el ahora, el momento de revelación en que el tiempo del universo se detiene
y desaparece con nuestro propio tiempo para siempre. Se trata de la eternidad.
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