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miércoles, 26 de marzo de 2014

“Si Andy Warhol es Dios, yo soy ateo” (Sergi Bellver)


A propósito de Agua dura, libro de relatos de Sergi Bellver, por Anna Maria Iglesia

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Ediciones del Viento
 

Definir un conjunto de relatos nunca es fácil, si bien todo único adjetivo parece reductivo cuando es aplicado a una novela, en el caso de los relatos los adjetivos no bastan pues, si bien los relatos, como es el caso de aquellos que componen Agua dura de Sergi Bellver, dialogan entre sí, son objetos narrativos individuales, ficciones cuyo nexo en común con los otros no puede –ni debe- ocultar su individualidad. En una extraña entrevista indiferida -como dirían algunos entorno a cuestiones bien distintas- dialogo con Sergi Bellver de sus relatos y, a partir, de ellos de su proyecto narrativo, un proyecto que, todavía aparentemente incompleto, sigue realizándose.

Defines tu libro de cuentos como una “espiral simbólica en torno al agua como metáfora oscura”, sin embargo, para el título, no defines el agua como oscura, sino dura. ¿Qué es el agua dura? ¿En qué sentido hace referencia a las relaciones humanas?
Desde luego, el libro trata de la complejidad de la conducta humana, en particular entre personas llamadas a convivir por esa condena que a veces llamamos familia, pero el título tiene una raíz bastante más sencilla que todo eso. Como habrás leído también en la contracubierta del libro o en el relato “Islandia”, cuando el narrador se encarama a hombros del protagonista dice “Otra vez los grifos descuidados y el agua dura, capaz de corroer todo a su paso, el agua dura que obstruía las cañerías e impedía que las cosas fluyeran”. La idea era escoger un elemento absolutamente cotidiano, sacarlo de contexto y dotarlo de sentido poético. Por no irnos muy lejos de la lavadora, y salvando las distancias, pues yo no tengo su talento, viene a ser algo así como lo que hizo Pablo García Casado con Dixán, su soberbio poema sobre el amor.

El agua aparece también con otras formas.
Sí, a partir de esa raíz, mi libro está lleno de juegos simbólicos con el agua, pero desde su naturaleza más amenazadora, aquella en la que podemos ahogarnos o en la que naufragan nuestros impulsos y deseos. A lo largo de los relatos se suceden las lluvias, los ahogados, las mareas, el hielo, las inundaciones, la nieve, las corrientes y las bañeras en las que, como cuando de niños pasábamos horas en ese asombro onírico y acuático, tal vez con un recuerdo inconsciente del vientre materno, todo adquiere un estado peculiar, una suerte de conciencia sumergida en algo menos estable y opaco que la tosca realidad.

 

Sergi Bellver | Foto: M
 

Tus relatos podrían definirse como neo fantásticos, donde “lo otro emerge de una nueva postulación de la realidad que modifica la organización del relato”. ¿Estás de acuerdo?
Cada vez que el reponedor del supermercado viene con su máquina de etiquetar, me convierto en una lata de tomate a la fuga y me escondo tras la caja más grande de cereales que sea capaz de encontrar. Fuera bromas, no tengo conciencia de escribir nada nuevo, ni fantástico, ni un vástago de ambas categorías. Catalogar eso se lo dejo a los demás. Simplemente intento permanecer fiel a mi propio mundo literario y a sus claves internas mientras escribo. Lo que sí es cierto es que soy permeable a lecturas y estéticas muy diferentes, y que no tengo complejos a la hora de mezclar en el crisol de mi escritorio a autores alabados o despreciados por el canon, como Poe y Stephen King, por ejemplo. Eso sí, la pócima resultante no sabría colocarla ni etiquetarla en ningún pasillo de ese supermercado literario. De hecho, cualquier apriorismo podría reconocer en mis relatos cosas distintas, pues hay realismo y extrañamiento, hay crudeza y lirismo, hay denuncia e imaginación, pero también juego con el contraste entre la violencia de las cosas y el mundo de los sueños.

Elementos que te acercan a tu objetivo…
Digamos que me gustaría moverme entre ese territorio lúgubre de Faulkner, la temperatura moral de Steinbeck y la capacidad de manejar arquetipos y mitos que tienen Buzzati, Kafka o Calvino. Me gustaría y no llego, desde luego, pues aún me queda mucho camino por recorrer. En resumen, trato de no compartimentar demasiado lo que suele tomarse por real y lo que los bisnietos de la Ilustración siguen despreciando por salirse de lo empírico y racional. Y, una vez más, tiemblo en cuanto veo venir al reponedor. El sonido de su maquinita es como el de las mandíbulas de Alien, es escucharlo y me faltan pasillos en la Nostromo para salir corriendo.

Afirmaba Cortázar: “es algo muy simple, que puede suceder en una plena realidad cotidiana. Lo fantástico puede darse sin que haya una modificación espectacular de las cosas”. En tus relatos lo extraño, aparece en realidades cotidianas ¿Qué es para ti lo fantástico y qué función tiene en el momento de escribir sobre la naturaleza humana?
Abundando en mi respuesta anterior, no me atrae tanto lo fantástico, sea nuevo o viejo, como género que explota la anécdota, sino, en todo caso, como lenguaje narrativo que explora la condición humana. Ahí me siento más cerca de Cortázar que del realismo mágico, por irnos a otras latitudes literarias. Me seduce más todo lo que está implícito en Casa tomada, todo lo que de las sombras de esos personajes revelan a trasluz, que ver a una señora levitando como una santa en Cien años de soledad. No sé si me explico. Dicho de otro modo, me interesan más los conflictos de los colonos en Crónicas marcianas que los propios marcianitos. Y tanto o más que ese western sideral de mi queridísimo Bradbury, me conmueve la mirada de autores como Robert Aickman, por ejemplo, un cuentista de lo extraño y lo fantástico que trasciende las etiquetas y que todavía no es lo suficientemente conocido en España.

Lo importante es el fondo…
Lo que más me importa es volver a conectar nuestra razón con los mundos sutiles y nuestro corazón con la experiencia transferible del mundo. O sea, ahondar en esa exploración de la condición humana que señalo, que para eso deberíamos estar los escritores, pienso yo. Y si para ello he de echar mano de los sueños, de lo extraño y de lo supuestamente fantástico, pues manos a la obra, pero serán siempre herramientas, modos, caminos, y no un fin en sí mismos.

En El nudo de Koen, aparece la figura del doble en la relación de dos hermanos, uno muerto y uno vivo que comparten nombre. Como la historia de Salvador Dalí con su hermano mayor. ¿Te serviste de esta historia real para tu cuento?
Como dirían hace años en la tele, “me alegra que me haga esta pregunta”, pero me temo que el mismo relato te dará la respuesta. No solo conocía la historia, sino que por una suerte de azar objetivo es la semilla del cuento. En una especie de versión ligera del método paranoico crítico, un día anoté dos veces en mi cuaderno, a mano, el nombre de Salvador Dalí. A su lado, nunca supe por qué, o tal vez porque la pintura fue mi primera vocación, dibujé el rostro de Van Gogh. Lo guardé en mi carpeta de borradores promisorios y lo dejé enfriar. Cuando meses más tarde me puse a escribir El nudo de Koen, me encontré con la doble oportunidad de desarrollar un cuento que por tema y modo (la familia y, una vez más, el agua) encajara en mi futuro libro, es decir, Agua dura, que estuvo tres o cuatro años madurando en mi cabeza, y también en la antología Doppelgänger, para la que me invitaron a participar los editores de Jekyll and Jill en 2011.

Una vez ante el teclado, rescaté mis notas y jugué con esa idea del hermano condenado a vivir la vida del otro y el fantasma de ese hermano muerto, celoso de su espacio arrebatado. El resto de las claves están ahí, ya que en el relato menciono sutilmente a Dalí y a otros artistas que también tuvieron un hermano mayor con el mismo nombre, y del que sus padres tomaron de nuevo el nombre de pila para bautizarles: Beethoven y, oh, sorpresa cuando lo descubrí en una carta a Theo, el propio Van Gogh. De modo que ese cuento es, además de un complejo salón de espejos en su estructura, el resultado de una experiencia casi surreal para mí como escritor.

El nudo de Koen plantea también la simbiosis entre ambos hermanos, configurando un único ser. ¿Me equivoco si pienso una vez más en Cortázar y, en especial, a su relato Axolotl?
No era consciente de esa analogía al escribir el relato, pero está ahí, desde luego. No en vano pienso que, más allá de la ansiedad por la influencia, todo lo que leemos o vemos y de veras nos deja huella aparece tarde o temprano en lo que escribimos. Por eso, además, en mis relatos pueden rastrearse también fogonazos que vienen del cine o la pintura. Es decir, que creo más en el afloramiento inconsciente de lo que hemos aprehendido como lectores o como observadores, que en la estrategia deliberada que persiga versionar a las fuentes. Y digo esto reconociendo que hago las dos cosas: dejarme ir, pero también buscar. Por eso, por ejemplo, y ya que los has mencionado, me siento más lejos de Borges que de Cortázar, cuyos relatos me hablan como lo hacen los de Horacio Quiroga o Felisberto Hernández. Otra cosa es que yo esté sordo como una tapia la mayor parte del tiempo y mis cuentos no estén a su altura. Por cierto, hasta la fecha has sido la única periodista o crítica que ha reparado en lo de la simbiosis final entre los Koen… pero no vamos a estropearle más el misterio al lector, si te parece.

Las citas son una constante a lo largo del libro.
Lo de las citas no es nunca por capricho en mi libro, desde las que abren las tres secciones a las que presiden varios de los relatos, todas tienen un porqué que complementa, matiza o adelanta el sentido de mi texto. En el caso de “Islandia” y Faulkner salta a la vista, como sucede con Conrad, El corazón de las tinieblas y Los ojos de Sarah. En otras, el juego es más sutil, como con la cita de Cortázar en Propiedad privada, o, al inicio, con Chantal Maillard, a quien por cierto le envié mi libro y me respondió en un amable mensaje privado algo que me reservo pero que confirmó mi acierto al elegir sus versos: Escribo / para que el agua envenenada / pueda beberse.

Precisamente en Islandia donde citas Mientras agonizo, planteas un viaje en que tras la muerte, a través del paisaje de Islandia, las cartas y las cenizas, los hermanos protagonistas vuelven a encontrarse.
En cuanto a “Islandia”, quise incidir con mayor énfasis en un recurso presente a lo largo de todo el libro: el contraste. Hasta tal punto que el protagonista aparece como un ser anodino, que acepta lo que los demás han esperado siempre de él, poca cosa, la verdad, pero lo suficientemente gris como para ensombrecer toda su existencia. Sin embargo, el hermano muerto, poco a poco, se convierte precisamente para el protagonista y para el lector en un recordatorio vitalista, en un modelo menos miserable que defiende en voz alta la necesidad de perseguir nuestros sueños y permanecer fieles a nosotros mismos, sin atender a las expectativas de los demás, ni aunque sean las de nuestros padres. Pero no tengo tan claro que los hermanos se encuentren al final, de hecho y como hago con la mayoría de mis relatos, dejé ese final un tanto abierto para que fuera el lector quien acabara de armarlo en su interior.

Es un relato que condensa gran cantidad de matices de las relaciones humanas.
Sin modestia pero con toda humildad, lo cierto es que estoy satisfecho de ese relato, ya que concentra todo lo que he intentado hacer en mi escritura hasta el día de hoy: el trabajo con el lenguaje y sus campos semánticos, el tratamiento del paisaje en favor de la construcción del sentido de la historia, el uso de elementos simbólicos como los animales y los objetos para penetrar de otro modo en la psicología de los personajes, el filtro de la ficción para convertir en literatura mis propios demonios personales y poder así conectar con el lector, etcétera. En Islandia está todo lo bueno o malo que pueda ofrecer yo como escritor hasta ahora. Ya trabajo en otras cosas y pruebo herramientas distintas para futuros libros, pero supongo que si Islandia es el cuento que más ha calado entre los lectores y la crítica será que voy por buen camino. Además, va a ser mi primer relato traducido y se publicará este año en una prestigiosa revista literaria de Budapest. ¡Mi cuento en austrohúngaro! Si Berlanga levantara la cabeza creo que me daría un abrazo.

En tus relatos, la relación fraternal se repite con frecuencia ¿qué valor tiene este tipo de relación?
Mi libro investiga en la familia como fuente primigenia y vitalicia de conflictos, pero, como he comentado en otras entrevistas, hay puntos de vista sobre este tema que ya se han utilizado demasiado en la literatura y que no quería repetir: el complejo de Edipo, la traición de las hijas del rey Lear, el impulso de matar al padre, etcétera. En definitiva, relaciones de poder en las que los vástagos luchan por ocupar el lugar de sus mayores o huyen del peso de su herencia. Sin embargo, al elegir relaciones, digamos, de igual a igual, a menudo entre hermanos, pero también entre personajes que establecen una extraña relación fraternal entre ellos, he podido tratar otros matices que amplían el campo de visión sobre el tema, sin alejarse de lo familiar pero abarcando otras realidades vitales.

Aunque también aparecen otras figuras de la familia.
Por supuesto, hay figuras paternas y maternas en mis relatos, algunas tratadas de manera un tanto peculiar, y pulula también por Agua dura la sombra del incesto, pero, salvo en el caso de En la boca del otro, donde todo lo que sucede o se sugiere con la madre del protagonista tiene una carga dramática brutal, los relatos más relevantes de mi libro son, desde luego, historias entre hermanos.

Ampliemos el campo… La propuesta de Nuevo Drama, de la que eres uno de los generadores, sostiene la necesidad de recuperar el camino de los grandes maestros y, por tanto, no renunciar a las fuentes literarias.
Lo del Nuevo Drama no es generacional, por eso tuvimos mucho cuidado en emplear la palabra movimiento, que es lo que es, un paso, un desplazamiento que algunos verán hacia atrás y reaccionario, pero que nosotros vemos como un modo de recuperar un camino del que nos habíamos extraviado demasiado entre tanto sampleado, tanto neologismo y tanto fuego de artificio. Como si lo fraccionario, por ejemplo, se hubiera inventado ayer. En una entrevista que pude hacerle recientemente al editor Jacobo Siruela para la revista Quimera, y en la que hablaba del manierismo de estos tiempos, creo que podemos encontrar la clave de ese extravío: pocas cosas tan reaccionarias como seguir creyendo a ciegas en el mito del progreso.

¿Es una falacia pensar que los autores postmodernos escriben al margen de la tradición?
Claramente: sí. Nadie puede escribir al margen de la tradición, porque venimos de donde venimos, seamos conscientes o no de ello. El mismo Fernández Mallo, tal vez paradigma y gurú no tan involuntario de la llamada generación Nocilla, dice que su obra es profundamente realista. Y es cierto, Mallo me parece un poeta muy interesante y un narrador errático, pero tiene razón en eso. Incluso los autores que tienen todo el día en la boca palabras como google y creen estar abriendo caminos a machete no hacen otra cosa que repetir los modos de antaño: nada hay más decimonónico y realista que maravillarse por la técnica y la sensación de surfear la ola de los nuevos tiempos. Pero las olas vienen de lo profundo del océano y rompen en todas las playas. Y quienes surfeen sin tenerlo en cuenta se van a dar un batacazo considerable. A mí, y a quienes escribimos con cierta conciencia, digamos, ética de lo literario frente al mundo, nos interesa más el trabajo de buzo o el de pescador que el de surfero, aunque ese luzca más, y que cada uno lo entienda como quiera.

Defines tu narrativa como ejemplo del Nuevo Drama, una narrativa que busca emocionar al lector, contar grandes historias y huir del elitismo intelectual, pero, ¿tener como referente a Faulkner no es más propio de una élite lectora?
Claramente: no. Aunque si tener como referentes a Faulkner, Kafka o Conrad se considera propio de una élite, entonces sí, soy un bastardo elitista y podéis fusilarme.

Tus relatos tienen un matiz metanarrativo, más cerca del ejercicio intelectual que de la narrativa lineal.
Lo de metanosequé tampoco me pega, creo, y me parece que eso que llamas narrativa lineal está superado desde el inicio, si es que te refieres al modelo narrativo aristotélico y no a los novelones de Ken Follet, claro. Y cuando digo desde el inicio me refiero a que ya en La Odisea, por ejemplo, Homero se pasa por el forro a Aristóteles y echa mano de lo fragmentario, de los saltos en el tiempo, de los cambios de voz narrativa y hasta del baúl de la Piquer. Homero, nada menos. Y luego Dante. Y más tarde Shakespeare y Cervantes. Y un ratito después Dostoievski y Kafka. En fin, esos señores, ya sabes.

Entonces, ¿qué critica el Nuevo Drama?
Lo único que criticamos de toda esa autoproclamada vanguardia es precisamente su elitismo complaciente, su humo en frascos de medio kilo y sus motos a la venta. Si Andy Warhol es Dios y Kenneth Goldsmith su profeta, yo soy ateo, gracias.

Existen también los escritores que no pretenden ser vanguardia.
Claro, otra cosa son los autores honestos que escriben como escriben, fragmentario no, y que me gustan a veces, porque creen en ello y no pretender deslumbrar a nadie con todo un corpus teórico que acaba ahogando a la propia obra. Un corpus casi siempre apoyado en lo formal. Es como si leyéramos a Dostoievski todo el día flipado por el alumbrado eléctrico de las calles de Moscú, en vez de estar a lo que estaba: la exploración del espíritu humano.

Los clásicos también se apoyaron en clásicos.
Dostoievski, por seguir con el ejemplo, se apoya en los grandes poetas épicos de la Historia pero renueva al mismo tiempo la literatura de su época, como Joyce, por citar un caso más fácilmente rastreable de ese proceso. Pero sin esa hondura, sin esa relectura de los clásicos, no hay experimentación formal que sostenga nada a lo que se le pueda llamar decentemente innovador. Todos los grandes renovadores de todos los linajes del Arte se apoyaron siempre sobre lo anterior y lo miraron de otro modo, sí, pero no le tomaron el pelo a nadie hablando de lo listos que eran al inventar algo. Como dice el koan zen: “el tigre no habla de la tigritud, salta”.

Quizá en otras disciplinas artísticas no se tilda de elitista con tanta facilidad…
El problema con los libros es que es mucho más fácil crear confusión teórica, porque no producen una impresión o una decepción tan instantáneas como el arte o la música, por ejemplo. Y porque la gente lee poco y, al no conocer los precedentes, se le puede vender como nuevo lo que no lo es. Con un libro hace falta un esfuerzo mayor para elaborar una respuesta intelectual, emocional y moral, aunque sea en el tiempo invertido hasta que el estímulo se traduce en impresión y la impresión en idea o sentimiento hacia lo leído. En ese limbo se mueven los verdaderos elitistas, a veces con piel de cordero, a menudo con los aspavientos de un vendedor de linimentos del lejano Oeste. Cuando un cocinero que conoce bien su oficio ve las patochadas de Ferran Adriá se lleva las manos a la cabeza. Pero en la cocina, cuando desaparecen el señuelo visual y el artificio, también hay un estímulo inmediato en el paladar. En otras palabras: seguro que, aunque ahora se dedique al circo para ganar dinero, hasta Ferran Adriá sabe hacer unas lentejas de la abuela si se lo propone. El problema con algunos escritores es que quieren hacer malabares con toda la cacharrería que encuentran en la cocina, pero te queman siempre las jodidas lentejas y luego, para colmo, te dicen con desprecio que es que no sabes comer.

También habrá a quién le gusten las lentejas chamuscadas.
Claro que habrá quien prefiera el sabor de lo calcinado, supongo. En este sentido, veo a Vila-Matas en Kassel y me inquieto, porque temo que uno de los autores más interesantes de su generación, al que leí con verdadero interés hace una década, acabe rizando el rizo con tal de soñarse todavía a la vanguardia de no se sabe qué. Ahí, y lo digo con todo respeto, sí veo cierto elitismo y, desde luego, demasiada metaliteratura, aunque lo verdaderamente descorazonador es ver cómo vienen algunos autores jóvenes, sin el talento ni el bagaje de lecturas de Vila-Matas y con el doble de soberbia para demostrarnos cuánto saben y qué poca vida alberga lo que hacen.

Pues no sé yo si habrá que meter mano o quedarnos con el socorrido “es lo que hay”.
Lo que yo digo ahora no tiene ni tendrá la menor importancia, como no la tendrá el Nuevo Drama, un sello tan tonto como cualquier otra etiqueta del supermercado. Como en tantas exposiciones de arte contemporáneo, la gente con pretensiones se mira de soslayo sin atreverse a pronunciar palabra, no vayan a señalarles con el dedo por paletos si dicen lo que tal vez piensen de veras. En el Nuevo Drama quizá seamos esos paletos, unos que entienden la fuente de Duchamp pero se ríen con el chiste, como se ríen de los inventos de Ferran Adriá. Unos paletos de pueblo que van a la cocina a hacerse unas lentejas que puedan comerse los amigos. En fin, que cada uno lea y disfrute con lo que quiera, que nada de todo esto es importante. Y vamos a comer, que ya es hora. ¿Unas lentejas?

 

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